En la última década, el uso de tecnología digital entre personas mayores ha crecido de forma exponencial. Lo que antes era territorio de los nietos y nativos digitales, hoy forma parte de la rutina de muchos jubilados (aún con dificultades por la brecha de alfabetización digital). Móviles, tablets, videollamadas, redes sociales y asistentes de voz se han convertido en herramientas clave para combatir el aislamiento y, según recientes estudios, también el deterioro cognitivo.
Investigadores del Centro Nacional de Epidemiología y del CIBERESP han revelado que los adultos mayores que utilizan móviles e internet de forma habitual presentan tasas significativamente más bajas de deterioro cognitivo al punto de la enfermedad del Alzheimer.
La interacción digital, lejos de distraer, parece activar funciones cerebrales esenciales como la memoria, el lenguaje y la toma de decisiones, necesario para frenar la enfermedad. Un avance que, sin embargo, no llega exento de costes ocultos.
La digitalización acelerada de este grupo está transformando los hogares de muchos mayores en pequeños centros de consumo energético: routers que funcionan sin pausa, dispositivos constantemente cargando, pantallas encendidas durante horas, y electrodomésticos inteligentes en uso.
El problema es que la mayoría de las viviendas de personas mayores no están preparadas para un uso digital intensivo. Muchas conservan instalaciones eléctricas antiguas, electrodomésticos poco eficientes y sistemas de calefacción obsoletos.
El salto tecnológico, aunque positivo en lo cognitivo, puede disparar una factura eléctrica que afecta directamente a pensiones ya de por sí ajustadas.
Además, esta revolución digital se basa en una infraestructura que no todos pueden costear ni sostener. Una buena conexión, dispositivos actualizados y conocimientos para manejarlos son ahora condiciones mínimas para mantenerse “mentalmente activo”. Pero, ¿qué ocurre con quienes viven en zonas rurales, con mala cobertura o sin recursos para mantener los dispositivos conectados?
La digitalización saludable, celebrada en titulares por sus beneficios, ignora a menudo su huella energética. Desde los servidores que sostienen el internet, hasta los cargadores que nunca descansan, esta dependencia tecnológica también genera una dependencia eléctrica. Así, la autonomía mental conquistada para combatir el Alzheimer puede ir acompañada de una nueva vulnerabilidad: la energética.
Si se quiere promover el uso de tecnología como herramienta de salud mental para mayores, es urgente abordar el lado menos visible de esta transición: hogares energéticamente eficientes, tarifas adaptadas, dispositivos de bajo consumo y programas de formación digital con perspectiva energética.